Soy un médico muy normalito, ¿por qué negarlo? Y ya sé que no ganaré el premio Nobel. Pero observo y escucho y me nutro de ello. Tiro de la lengua a los abuelos y froto la espalda a las abuelas. Cuando miro la garganta, veo cavernas y monstruos. Cuando palpo ganglios inflamados, encuentro por fin las canicas mágicas. En los pliegues del cuello descubro el paso del tiempo y las espaldas, velludas, pecosas, huesudas o sensuales, insisten en susurrarme historias: infancias con necesidad, relaciones tormentosas, familias quebradas, épocas de éxito, penurias y hambre, conflictos irresolubles y pasiones devoradoras. Un horror. Un pelo largo sobre el jersey de un hombre de mediana edad puede distarme medio relato. Las manos agrietadas, los cardenales, las miradas esquivas, los tobillos hinchados, el llanto inesperado... todo habla. Y todo me pide que cuente al mundo cómo siento yo las cosas.