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La Iglesia, en todo momento y época, ha realizado la tarea de transmitir la fe no solo a las nuevas generaciones (niños y jóvenes), sino a los hombres y mujeres adultos a los que el Espíritu de Jesús les suscitó la curiosidad para aproximarse al Señor, el Enviado, el Cristo.
El mejor ejemplo lo tenemos en lo que nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles. Felipe, con la ayuda del «ángel del Señor», se acerca al eunuco que había ido a Jerusalén para adorar. De vuelta, viene leyendo las Escrituras, en concreto al profeta Isaías: Felipe se acercó corriendo, le oyó leer el profeta Isaías y le preguntó: «¿Entiendes lo que estás leyendo?». Contestó: «¿Y cómo lo voy a entender si nadie me guía?» (Hch 8,30-31). Explicar las Escrituras, proclamar la Buena Nueva ha sido y es la tarea de la Iglesia.
Cuando la humanidad, y la Iglesia que vive y es levadura del Reino en medio de la masa, atraviesa momentos de cambios profundos, hay una constante que se repite: volver la mirada con fuerza a la primera comunidad, a la Biblia, a los Padres de la Iglesia. No podemos caminar con seguridad en la comunidad cristiana si no miramos hacia atrás, a los orígenes, con creatividad, redescubriendo los cimientos sobre los que nos edificamos. La Iglesia no comienza hoy. Tiene una historia rica que le da razones para afrontar el futuro en fidelidad esencial al pasado, sin repetirlo, pero sin olvidar los sólidos fundamentos.
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