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Todo amigo de Don Bosco sabe que hacía juegos de magia, y todo aficionado al ilusionismo sabe que San Juan Bosco es su patrón. Sin embargo, por extraño que parezca, no hay un solo estudio crítico que aborde la cuestión sobre la magia que presentaba. Este es el hueco hacia el que mira la obra que tienes entre tus manos.
Bastaba, por un lado, estudiar el ilusionismo del siglo XIX en sus expresiones más populares y, por otro, rastrear las primeras noticias biográficas del santo. Al fundir ambas esferas se descubre una luz nueva que otorga profundidad a la persona de Don Bosco. Como niño con sus juegos, como adolescente con sus amigos y sus bromas, como joven con sus pasiones, a lo largo de las páginas se descubre un Don Bosco más humano y, quizá por eso mismo, más santo.
«Recoger pelotas de la punta de la nariz de los asistentes; adivinar el dinero que otro tenía en el bolsillo; [...] se reducían a polvo monedas de cualquier metal o se hacía aparecer a toda la audiencia con un aspecto horrible y hasta sin cabezas. Entonces alguno empezó a dudar si no sería yo un mago pues no podían hacerse aquellas cosas sin la ayuda de algún diablillo» (San Juan Bosco, Memorias del Oratorio).
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