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Considerado el «evangelio del Antiguo Testamento», Éxodo, segundo libro del Pentateuco, es la crónica de la revelación de un Dios nuevo, acaecida mientras liberaba un grupo de esclavos (Éx 20,2) de los que se había declarado «padre» adoptivo (Éx 4,22-23). Relato épico del surgimiento de Israel como nación es, al mismo tiempo, la narración de la siempre frágil y apasionada relación de Yhwh con su pueblo elegido. Para el creyente judío hoy, casi tanto como para el cristiano, los hechos que narra son parte fundamental, imprescindible, de su comprensión de Dios y de su autoconciencia como pueblo.
En realidad, y a pesar de su título, el libro del Éxodo no se reduce a contar la salida de Egipto (Éx 1,1-15,21); añade la larga travesía por un inhóspito desierto de un grupo de libertos que luchan por liberarse de sus necesidades y sus miedos con el amparo de su Dios libertador (Éx 15,22-18,27). Con él establecerán alianza junto al Sinaí, una vez que Yhwh les propone su ley y asegura su presencia en medio de ellos, una ley y su presencia que tendrá que renovar tras la prematura, inesperada, apostasía del pueblo (Éx 19,1-40,38).
Éx 32,1-34,35, el texto que este libro comenta, es la crónica del «pecado original» de Israel y de la sucesiva restauración de su alianza con Dios. Como quizá ningún otro texto del Antiguo Testamento descubre la idiosincrasia del pueblo de Dios, el celo que por él padece su Dios aliado y la irremediable tendencia de ambos a perderse uno al otro. Desvela, sobre todo, que el porvenir del pueblo prevaricador está a salvo en las manos, y el corazón, de un Dios compasivo y misericordioso (Éx 34,5-7), siempre que ese Dios y ese pueblo cuenten con un mediador, que, íntimo de Dios y líder de su pueblo, interceda ante ambos y logre su reconciliación.
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