El hombre bíblico compartía con sus contemporáneos la certeza de que sueños y visiones eran formas habituales unas entre otras (cf. Job 33,14-16; Heb 1,1) de entrar en contacto con la divinidad y recibir sus mensajes. Comparados con los de la literatura mesopotámica y egipcia, los sueños transmitidos en el Antiguo Testamento son más recientes; y su número, más limitado, presentes casi exclusivamente en los libros del Génesis y de Daniel. En el Nuevo Testamento abundan las visiones, pero son escasos los sueños, que se concentran todos ellos en el evangelio de Mateo. José, el hijo predilecto de Jacob (Gén 37,3), y José, el carpintero padre de Jesús (Mt 13,55; Lc 4,22), son, sin duda, los dos más acreditados e influyentes soñadores de la Biblia. Ambos, y sus sueños, han quedado localizados en los preludios de esa historia de salvación que narran Antiguo y Nuevo Testamento. Lo que no es, ni mucho menos, irrelevante.
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